Pensamientos urbanos

Al abrir el portal del edificio me viene un fuerte olor a «meao». Pienso que igual es uno de los niños de la academia de al lado, que ha tenido una urgencia y lo ha hecho aprovechando el resguardo que ofrece el pequeño espacio entre la puerta y la calle. O incluso uno de los abuelos que pasan la tarde bajo los árboles de la plaza, que ha sentido que no le daba tiempo a llegar a casa. Por poder ser, hasta un joven saliendo tras el cierre de la discoteca que está junto al puente. El caso es que huele mucho. En todos mis pensamientos es un hombre el que mea. Tengo que revisar. O deconstruirme que es como se dice ahora. Las mujeres también mean en los portales. ¡Coño!

Había unos dromedarios en la carretera

No sé muy bien dónde estábamos. En Lanzarote o así. Levanté la vista y dí con una familia de dromedarios en el medio de una rotonda. Como en un paquete de tabaco, pero gigantes. Es la verdad. Menos mal que le hice una foto. Porque a vosotros también os cuesta creer. Pero así somos. Es la verdad. Y para muestra unos dromedarios.

Eres casi inmortal

Vuelvo del trabajo y al levantar la vista de las baldosas me saluda uno del pueblo. Vive en el barrio y creemos necesario celebrar el encuentro. Dos tercios. Los llevo en la mano y al salir a la terraza, desde un cajero dicen mi nombre. Otro del pueblo. Vuelvo a la barra. Hablamos de esto y luego de aquello. De un pub que cerraron en esta calle hace mil años y del policía secreta que mueve la droga en el barrio. También de otras cosas que marcan la actualidad, de lo mal que se porta la lotería, la liquidación por traspaso del DIA y del cierre del Ibis. Me abstraigo momentaneamente y pienso en hacer una lista de cosas pendientes sino para el veintidós para el que viene. Recupero la atención cuando el chico solitario de la mesa de al lado comienza a meter baza en nuestra conversación. A ver quién es este. No es del pueblo. Si me apuras igual no es ni del barrio. Tiene una edad indeterminada y al menos 3 tatuajes chungos a la vista. No parece que vaya borracho, tampoco es que diga cosas especialmente brillantes, no nos pilla con ganas de hacer nuevos amigos. Aproveho que dice algo sobre su móvil y sentencio «las cosas van a acabar siendo más inteligentes que nosotros». Nos ponemos a dilucidar si pedimos otra aquí o nos vamos al de la plaza, el de la esquina no, el central.

Teruel es amor

De puente por Teruel. No ha hecho mucho frío, aunque la estufa de leña ha estado bastante estresada. Hemos recogido nueces, intercambiado presentes, tomado vermú en el «teleclú», jugado a las cartas, al Rummikub, exprimido el Blokus. Hemos bebido crema de orujo y vinos de distintas denominaciones de origen. Frutas maduras en nariz, abrazos, encuentros, poda neuronal, coche sin batería, el torico y los amantes. Nuestra guía en la visita al mausoleo de los amantes, Laura, era y estuvo estupenda. También nos enseñó la iglesia de San Pedro, que nos pareció el comedor de Hogwarts. Recordaremos siempre que «apoyarse es tocar» y que el equilibrista desafía las normas. Desafiar las normas es bueno para que sociedad avance. Al despedirse del grupo Laura nos dijo que disfrutásemos de la comida. Y que disfrutásemos de la vida. Se lo agradecimos e hicimos lo posible para estar a la altura.

Asuntos de familia

Lo diré una sola vez y en una frase muy larga. He heredado de mi madre una incredulidad total en las fechas de caducidad de los yogures, una precoz utilización del lenguaje inclusivo; «ni bajas a la verbena, ni al verbeno» (gracias Twitter por desbloquear el recuerdo), una tendencia inconsciente a la alegría, el gusto por la novedad y por tener en mi casa varias cosas de cada.

Sábado de casi primavera con Vox en el gobierno de Castilla y León

Han puesto una panadería francesa en el barrio. Una boulangerie ante la que siempre hay grandes colas. Algún día igual entro. En los locales de al lado abundan los carteles de se arrienda y se vende. Pero ni se arrienda, ni se vende. El sol se asoma perezosamente entre un muro de nubes grises, aún así desconfío y aprieto el periódico bajo el brazo a la vez que acelero el paso camino de los ultramarinos. Me cruzo con personas malcaradas que llevan una garrafa de cinco litros de aceite de girasol en cada mano. El aceite de un amarillo pálido, casi de Bario, se mece ajeno a si procede de Ucrania o de Burgos. Ahora estoy pasando por delante de la tienda de maquetas que levanta la persiana con un chirrido alegre y escandaloso mientras el escaparate me devuelve mi imagen al otro lado de la acera saludándome.